domingo, 22 de junio de 2008

Said y la filología




Sobre el artículo "El retorno a la filología" de Edward W. Said (Jerusalén, 1935 – Nueva York 2003). Intelectual palestino especializado en teoría de la literatura, mundialmente conocido por su obra "Orientalismo".


El instrumento del humanismo para resistir a las lecturas generalizadoras es la filología -según Said, la disciplina menos de moda dentro de las ciencias sociales-. Es una apuesta notable. Naturalmente recurre al modelo del Nietzsche filólogo, que en su primera consideración intempestiva señaló la obligación de que la historia se pusiera al servicio de la vida y luego concibió la historia como un ejército móvil de metonimias y metáforas, es decir como un conjunto que debe ser descodificado incesantemente en sucesivos actos de lectura e interpretación encargados de hacer aflorar lo escondido y engañoso en lo escrito. Y al de Emerson, en la tradición norteamericana, para quien leer es oponerse a las convenciones del lenguaje. Por supuesto, la literatura proporciona el ejemplo más alto de las palabras en acción y es ahí donde debemos leer con la máxima atención y gratitud.

Nietzsche decía que filología es lectura lenta y Said nos advierte contra la premura en moverse desde la superficie del texto hacia “afirmaciones generales o incluso concretas sobre vastas estructuras de poder o sobre estructuras vagamente terapéuticas de redención salvadora”. Frente a esa tentación, la filología de Said se detiene en los cruciales movimientos de recepción y resistencia. Recepción es sumisión al texto y desde ahí, desde su lectura atenta, percepción de las situaciones históricas en que está inmerso y del modo en que ciertas estructuras de sentimiento y retórica enlazan con determinadas corrientes históricas y formulaciones sociales de sus contextos. Sólo así se accede a la red de relaciones que lo sustenta. Hay que ponerse- dice- en el punto de vista del autor, a sabiendas de que no puede ser soberano absoluto de lo que dice.

En todo caso, esta filología humanística entendida como resistencia, amparada en el ejemplo de la literatura y su riqueza de matices, es un arma para enfrentarse con fórmulas como “eje del mal” (¿cómo se articula esa oposición del “bien” y el “mal” abstractos? ¿no se está jugando con la palabra “eje” que a las personas de cierta edad les recuerda automáticamente el nombre que recibió la alianza de Alemania, Italia y Japón durante la Segunda Guerra Mundial?, etc. etc.), a través de cuyo análisis el intérprete puede situarse simultáneamente dentro de su mundo, el de la historia de la literatura, y fuera de él, en el mundo ancho del presente donde circulan ideas y valores

Además se debe leer en busca de la estética, que Said reivindica en la estela de Adorno como categoría diferente y en oposición irreconciliable con la depredación de la vida cotidiana, de la que el arte paradójicamente deriva, en una oposición dialéctica que depende de la historia pero no es reductible a ella. Y además recurre al inigualado modelo de Spitzer y su búsqueda del “étimo espiritual”, a su viaje hermenéutico desde la superficie del texto a su “forma interior”, y desde ahí de vuelta a la superficie, al Zirkel im Verstehen (“leer es haber leído, comprender, haber comprendido”), sin más garantía que la responsabilidad propia, que el compromiso del lector. Aunque toda afirmación sea provisional, la comprensión crítica es posible, entre otras cosas porque se comparte con una comunidad de lectores, tal como ocurre en el sistema de lecturas interdependientes del Corán, llamado isnad; para lograrlo es necesario un compromiso personal, que en árabe se llama ijtihad (de la misma raíz que jihad, guerra santa y esfuerzo espiritual). Ese esfuerzo interpretativo, aunque reprimido por la ortodoxia salafista (que impone la pertinencia única de los antepasados piadosos --as-salaf al-salih--) ha estado siempre ahí, en diverso grado, arguye Said.

En todas estas tradiciones se lee en busca del significado, lo cual es un ejercicio de resistencia. A juicio de Said, en la lectura de cerca, en la lectura filológica puede anclarse la noción de resistencia. ¿Resistencia a qué? Al neoliberalismo, a la codicia del mercado libre, al imperialismo, que se presentan y se representan siempre en forma de mensajes prefabricados y deificados, es decir al lenguaje generalizador y falsificador del poder, pero también a las jergas especializadas de pretensión teórica, que sustituyen una prefabricación por otra y que en cierta medida se han institucionalizado al convertirse en pequeñas técnicas pedagógicas tan desecantes como la explicación de textos a las que la teoría se opuso en los años sesenta del siglo XX, con un ingenio notable y puesto al servicio de la subversión y la oposición a lo establecido (ver Antoine Compagnon, Le Démon de la théorie, París, Seuil 1998). Una parte de la teoría ha seguido una trayectoria análoga a las vanguardias que hoy llamamos, en flagrante paradoja, históricas. También Eagleton, por cierto, coincide (After Theory, 2003) en que la fundamental teoría de hace cuarenta años se ha concentrado en lo privado a expensas de lo público, en un manierismo superespecializado que nos lleva a olvidar su capacidad para fundamentar intentos de emancipación. Incluso cuando en el nivel de la enunciación preconizan la crítica, en el del enunciado son presentadas como palabra sacralizada, de la que no se puede disentir sin caer en el abismo, llámese “formalismo”, “ideología pequeñoburguesa” o como se quiera (y es obvio que la situación comunicativa de una clase es todo menos simétrica; generar competencia crítica en los alumnos o aterrorizarlos con un dogma normativo es algo que está casi exclusivamente en manos del profesor).

Así pues, el humanismo que persigue Said es una “técnica del conflicto”. De nuevo, el tiempo y el lugar desde los que habla son específicos: la superpotencia y su política; pero al mismo tiempo son los nuestros: cuando una voz en la CNN, por ejemplo, dice “nosotros” y “ellos”, ¿con quien nos identificamos? La alerta filológica es la que nos indica nuestra posición: no hables por mí, no hables en mi nombre.


A. Soria Olmedo a partir de
SAID, Edward, Humanismo y Crítica democrática, Debate, Barcelona, 2006.

lunes, 2 de junio de 2008

La experiencia del afuera - Segunda parte




Es menos aventurado suponer que la primera desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abre paso hacia nosotros, es, paradójicamente, en el monólogo insistente de Sade. En la época de Kant y de Hegel, en un momento en que la interiorización de la ley de la historia y del mundo era imperiosamente requerida por la ciencia occidental como sin duda nunca lo había sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin ley del mundo, más que la desnudez del deseo.

Es par la misma época cuando en la poesía de Hölderlin se manifestaba la ausencia resplandeciente de los dioses y se enunciaba como una ley nueva la obligación de esperar, sin duda hasta el infinito, la enigmática ayuda que proviene de la “ausencia” de Dios”.

¿Podría decirse sin exagerar que en el mismo momento, uno por haber puesto al desnudo al deseo en el murmullo infinito del discurso, y el otro por haber descubierto el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perecer, Sade y Hölderlin han depositado en nuestro pensamiento, para el siglo venidero, aunque en cierta manera cifrada, la experiencia del afuera? Experiencia que debió permanecer entonces no exactamente enterrada, pues no había penetrado todavía en el espesor de nuestra cultura, sino flotante, extraña, como exterior a nuestra interioridad, durante todo el tiempo en que se estaba formulando, de la manera más imperiosa, la exigencia de interiorizar el mundo, de suprimir las alienaciones, de rebasar el falaz momento de la Entäusserung, de humanizar la naturaleza, de naturalizar al hombre y de recuperar en la tierra los tesoros que se había dilapidado en los cielos.

Así pues, fue esta experiencia la que reapareció en la segunda mitad del siglo XIX y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera: en Nietzsche cuando descubre que toda la metafísica de Occidente está ligada no solamente a su gramática (cosa que ya se adivinaba en líneas generales desde Schlegel), sino a aquellos que, apropiándose del discurso, detentan el derecho a la palabra; en Mallarmé cuando el lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra, pero más aún -desde Igitur hasta la teatralidad autónoma y aleatoria del Libro- como el movimiento en el que desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo el lenguaje discursivo está llamado a desatarse en la violencia del cuerpo y del grito, y que el pensamiento, abandonando la interioridad salmodiante de la conciencia, deviene energía material, sufrimiento de la carne, persecución y desgarramiento del sujeto mismo; en Bataille, cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de la contradicción o del inconsciente, deviene discurso del límite, de la subjetividad quebrantada, de la transgresión: en Klossowsky, con la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros, de la multiplicación teatral y demente del Yo.

De este pensamiento, Blanchot tal vez no sea solamente uno más de sus testigos. Cuanto más se retire en la manifestación de su obra, cuanto más está, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto más representa para nosotros este pensamiento mismo -la presencia real, absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo.