Es menos aventurado suponer que la primera desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abre paso hacia nosotros, es, paradójicamente, en el monólogo insistente de Sade. En la época de Kant y de Hegel, en un momento en que la interiorización de la ley de la historia y del mundo era imperiosamente requerida por la ciencia occidental como sin duda nunca lo había sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin ley del mundo, más que la desnudez del deseo.
Es par la misma época cuando en la poesía de Hölderlin se manifestaba la ausencia resplandeciente de los dioses y se enunciaba como una ley nueva la obligación de esperar, sin duda hasta el infinito, la enigmática ayuda que proviene de la “ausencia” de Dios”.
¿Podría decirse sin exagerar que en el mismo momento, uno por haber puesto al desnudo al deseo en el murmullo infinito del discurso, y el otro por haber descubierto el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perecer, Sade y Hölderlin han depositado en nuestro pensamiento, para el siglo venidero, aunque en cierta manera cifrada, la experiencia del afuera? Experiencia que debió permanecer entonces no exactamente enterrada, pues no había penetrado todavía en el espesor de nuestra cultura, sino flotante, extraña, como exterior a nuestra interioridad, durante todo el tiempo en que se estaba formulando, de la manera más imperiosa, la exigencia de interiorizar el mundo, de suprimir las alienaciones, de rebasar el falaz momento de la Entäusserung, de humanizar la naturaleza, de naturalizar al hombre y de recuperar en la tierra los tesoros que se había dilapidado en los cielos.
Así pues, fue esta experiencia la que reapareció en la segunda mitad del siglo XIX y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera: en Nietzsche cuando descubre que toda la metafísica de Occidente está ligada no solamente a su gramática (cosa que ya se adivinaba en líneas generales desde Schlegel), sino a aquellos que, apropiándose del discurso, detentan el derecho a la palabra; en Mallarmé cuando el lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra, pero más aún -desde Igitur hasta la teatralidad autónoma y aleatoria del Libro- como el movimiento en el que desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo el lenguaje discursivo está llamado a desatarse en la violencia del cuerpo y del grito, y que el pensamiento, abandonando la interioridad salmodiante de la conciencia, deviene energía material, sufrimiento de la carne, persecución y desgarramiento del sujeto mismo; en Bataille, cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de la contradicción o del inconsciente, deviene discurso del límite, de la subjetividad quebrantada, de la transgresión: en Klossowsky, con la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros, de la multiplicación teatral y demente del Yo.
De este pensamiento, Blanchot tal vez no sea solamente uno más de sus testigos. Cuanto más se retire en la manifestación de su obra, cuanto más está, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto más representa para nosotros este pensamiento mismo -la presencia real, absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo.
Así pues, fue esta experiencia la que reapareció en la segunda mitad del siglo XIX y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera: en Nietzsche cuando descubre que toda la metafísica de Occidente está ligada no solamente a su gramática (cosa que ya se adivinaba en líneas generales desde Schlegel), sino a aquellos que, apropiándose del discurso, detentan el derecho a la palabra; en Mallarmé cuando el lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra, pero más aún -desde Igitur hasta la teatralidad autónoma y aleatoria del Libro- como el movimiento en el que desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo el lenguaje discursivo está llamado a desatarse en la violencia del cuerpo y del grito, y que el pensamiento, abandonando la interioridad salmodiante de la conciencia, deviene energía material, sufrimiento de la carne, persecución y desgarramiento del sujeto mismo; en Bataille, cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de la contradicción o del inconsciente, deviene discurso del límite, de la subjetividad quebrantada, de la transgresión: en Klossowsky, con la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros, de la multiplicación teatral y demente del Yo.
De este pensamiento, Blanchot tal vez no sea solamente uno más de sus testigos. Cuanto más se retire en la manifestación de su obra, cuanto más está, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto más representa para nosotros este pensamiento mismo -la presencia real, absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo.
3 comentarios:
Garikoitz Gómez Alfaro!!
¿Puede usted decicarse a la historia y dejarnos esto a los filólogos?
(¡Muchas gracias!)
VAGALUME
Pero es que hoy en día los filósofos sólo se dedican al lenguaje. Prácticamente sólo los científicos se preocupan a día de hoy de las cuestiones básicas, maldita sea, y así nos va.
A todo eso...¿Se lo ha leído? ¿Qué opina?
¿O es que los señores filólogos tienen otra página en la que discuten y son felices?
algunos de esos escritores son míos, sólo míos, te enteras?? (sobre todo sade!!)
cervezas, sí, hacen falta, pero hablaremos de estas cosas tan interesantes.
ele u
Publicar un comentario